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20 Jun
12:06

¿Es posible pensar de otro modo en las luchas o es inevitable el balance final respecto a ellas?

Manuel Garza Zepeda

Aunque parezca un lugar común, las luchas del año 2006 conmovieron a Oaxaca en muchos y muy diversos sentidos. Más allá de esta constatación superficial, los problemas comienzan cuando se trata de especificar exactamente qué es lo que fue conmovido, en qué sentido y qué es lo que ha quedado hasta el día de hoy.

La sensación de derrota, diseminada con especial delectación por los medios de comunicación y por no pocos de quienes en aquellos años aparecían como los más fervientes partidarios de la lucha contra el tirano, parece haber adquirido la consistencia que le da la evidencia empírica: en efecto, si miramos a la institucionalidad y las prácticas políticas predominantes, aparentemente es imposible negar que nada cambió, y si lo hizo, fue para empeorar.  Es inevitable la referencia aquí a lo que Albert Hirschmann llamó, en su estudio de las retóricas utilizadas por sectores sociales y políticos reaccionarios para resistir a reformas progresistas, la tesis de la perversidad y la tesis de la futilidad:

Según la tesis de la perversidad toda acción deliberada para mejorar algún rasgo del orden político, social o económico sólo sirve para exacerbar la condición que se desea remediar. La tesis de la futilidad sostiene que las tentativas de transformación social serán inválidas, que simplemente no logran ‘hacer mella’. (Hirschmann, A., Retóricas de la intransigencia, citado en Faúndez, 2009: 401)

Pero, como decía anteriormente, no solo los medios de comunicación propalan la versión de la derrota. Desde el mundo académico no falta también quien formula idéntico diagnóstico. No enumeraré la evidencia que invocan. Basta con decir que el entonces gobernador no dejó el cargo y ello parece ser suficiente para demostrar la tesis.

Pero he aquí que no solo la memoria es terca y resiste. Por supuesto que el diagnóstico de la derrota es doloroso. Nos negamos a aceptarlo desde el principio porque pusimos demasiado en esa lucha: una gran energía, esperanza y muchas pero muchísimas emociones. De pronto el futuro se nos apareció como totalmente abierto, aún cuando no tuviéramos una idea clara de hacia dónde caminar. Lo importante era precisamente eso, la posibilidad de caminar con toda libertad, lo que significa: sin tener trazado un camino definido en la forma de programas políticos. Sin que otros decidieran sobre nuestras vidas, fueran gobernantes, dirigentes de partidos o planes revolucionarios.

Por supuesto, hay quienes resisten al diagnóstico de la derrota y, mediante extraños malabares verbales y conceptuales, llegan a paradójicas conclusiones como que, por ejemplo, no fuimos derrotados porque aquí estamos y que ciertamente la derrota en realidad es una victoria; o que, incluso, tal vez si hubiéramos ganado y el gobernador hubiera dejado el cargo entonces sí probablemente habríamos perdido porque hasta ahí habría llegado la movilización. Ganar perdiendo o perder ganando, de lo que se trata es de darle la vuelta al amargo sabor de la derrota.

Pero también es posible, más allá de elaboradas argumentaciones sobre triunfos y derrotas, cuestionar no el diagnóstico sino el procedimiento mismo para realizarlo. Es decir, empezar a preguntarse respecto a la validez de pensar en esos términos y de rechazar el propósito mismo de establecer un veredicto respecto a la lucha. O para decirlo de manera más simple: ¿por qué hablar de triunfos o derrotas? ¿Es posible pensar de otro modo en las luchas o es inevitable el balance final respecto a ellas?

Estoy convencido no solo de que es posible abandonar esa perspectiva, sino que debe ser el punto de partida para pensar en nuestras luchas. Porque la evaluación sobre lo que pasó nos conduce al análisis de lo que quedó, de lo que se quería, de lo que se hizo para lograrlo. Es decir, nos lleva por el mundo de la estrategia, de la racionalidad instrumental, de la valoración de los medios, de lo que se hizo y lo que se debió hacer. Nos empuja otra vez hacia la noción de la lucha como la articulación de fines claramente definidos, estrategias y modos de acción cuya congruencia debería producir el resultado esperado. Cuando no ocurre así entonces nos enfrascamos en acalorados debates sobre lo que se hizo mal, lo que faltó, los errores, las desviaciones, las debilidades ideológicas, las contradicciones. Empezamos a hablar entonces de traiciones, de falta de compromiso, de intereses particulares, de infiltraciones. Por supuesto, de organizarnos mejor para la próxima y de no repetir los errores del pasado. Y sin embargo, pensamos que no todo se perdió, que ganamos experiencia, que algo aprendimos.

Para cambiar el mundo actual, o más bien para construir otro, es indispensable pensar. Pero no de la manera en que lo hemos hecho hasta ahora, porque el afán por pensar cómo hacer la revolución llevó los debates y las discusiones al extremo de apuntar a crear un mapa detallado de la ruta revolucionaria. Las discusiones se extendieron en los detalles, en las formas que debían adoptar las organizaciones, en escudriñar qué tan revolucionaria o reformista era una determinada forma de luchar y qué tan eficaces y eficientes podían ser tales o cuales tácticas. El problema es que de tanto discutir, nos paralizamos. No nos atrevíamos a dar un paso sin antes tener el mapa detallado del camino a seguir. La búsqueda de la perfección en la teoría revolucionaria se convirtió en un proceso infinito, tal como la construcción del partido revolucionario.

Este libro, Curándonos de espanto, precisamente nos muestra la importancia de pensar no antes sino después de la acción. Soy consciente de las consecuencias que pueden extraerse de esta afirmación: se me puede acusar de antiteórico, de promover el activismo ciego o de voluntarista. Pero insisto, este libro, que no pretende ser una teorización de las luchas del 2006, nos plantea, sin embargo, extraordinarios cuestionamientos. No solo por su contenido sino por su misma forma. Dividido formalmente en tres partes que incluyen discusiones colectivas, escritos individuales y la transcripción de un conversatorio, constituye ya en sí mismo un cuestionamiento de los modos establecidos, y aceptables, de escribir sobre las luchas sociales. El esquematismo académico nos llevaría en lo inmediato a tentativas taxonómicas: ¿qué es esto: un libro de carácter teórico, un balance del movimiento, una colección de ejercicios literarios con motivos propios de las luchas de 2006, una colección de testimonios de los participantes que vendría a condimentar los análisis más serios, académicos, aportando anécdotas dramáticas del movimiento?

Nada de eso, o quizá todo eso al mismo tiempo. El libro es parte de esa misma lucha, no solo del 2006, sino de la que desplegamos en cada aspecto de nuestras vidas. De la lucha contra la dominación del dinero sobre nuestras vidas, de la lucha en contra de las tentativas por clasificar, por encuadrar, por encasillar la vida que, en cambio, resiste expresándose de formas intempestivas, desordenadas, espontáneas, experimentales, contradictorias, intentando desbordar en cada momento los cauces que pretenden limitarla, conducirla.

Ninguno de los hombres y mujeres que escriben en este libro pretende representar absolutamente a nadie. Cada uno nos ofrece una mirada a lo que sintió y ha sentido durante y después de los hechos de 2006, o bien a lo que pensó y piensa sobre esas luchas. Hay, por supuesto, intentos de interpretación global del movimiento que en realidad apuestan a generar la discusión colectiva. Pero insisto, no con miras a establecer con precisión absoluta lo que habrá de hacerse la próxima vez sino tan sólo para pensar en el significado de lo hecho. Y este carácter del libro es lo que me parece extraordinario: plasmar la voz de hombres y mujeres individuales, quienes, como cientos de miles en el año 2006, hicieron lo que consideraron que era necesario para echar a un gobernador represor y corrupto.

Esos hombres y mujeres que, por lo general, desaparecen a la mirada cuando emprendemos el análisis de los movimientos. Esos hombres y mujeres que se convierten en meros soportes del movimiento. Esos hombres y mujeres que, precisamente, desaparecen para dejar su lugar a una entidad abstracta, a algo sin límites definidos, a una cosa que adquiere vida propia: el movimiento. Y entonces escuchamos o leemos que el movimiento hizo tal cosa, que el movimiento quiere algo, que el movimiento afirma, rechaza o propone, que el movimiento se equivocó, que fue un acierto del movimiento tal decisión, que triunfó o fue derrotado. En una palabra, asistimos a la fetichización de la lucha. Ya no se trata de hombres y mujeres luchando por algo, sino de un movimiento capaz de hacer, decir, equivocarse, fracasar y hasta desintegrarse, es decir, morirse.

La lucha deja de ser la actividad de los sujetos para convertirse en un sujeto en sí mismo, capaz de acción propia. No solo se apodera de la vitalidad de aquellos sino que en realidad los niega, los invisibiliza, los convierte en moléculas que se mueven en torno a las necesidades del organismo mayor. Con ellos, sus aspiraciones, sus sueños, sus esperanzas desaparecen para dar lugar a los fines del movimiento.

Por eso resulta extraordinario leer en este libro lo que sujetos particulares experimentaban, sentían, pensaban y deseaban en los inolvidables días del 2006. Por eso encontramos aquí relatos que nos hablan del baile, de la música, del mezcal, de la comida, de la experiencia de encontrarse con otros, de enamorarse, de compartir no solo la noche en la barricada, sino la esperanza. Porque eso es precisamente la lucha: la acción de hombres y mujeres que resisten a un mundo que los niega, que aplasta su dignidad, que los reduce a fuerza de trabajo, a consumidores. Acción que está lejos de las consideraciones instrumentales, estratégicas, y que se despliega en cambio como fiesta, como disfrute, como baile, como desorden, como pérdida de tiempo. La música, las conversaciones, las experiencias de compartir dejan entonces de ser anécdotas junto a las acciones “serias” del movimiento para convertirse en la lucha misma. No son un aderezo para darle sabor al relato del movimiento, sino el rechazo a un mundo y la construcción en marcha de otro. Es la rebelión de los verbos contra los sustantivos, para tomar una idea de John Holloway: la insubordinación del hacer humano en contra de su reducción a acción instrumental. La insurrección de los sujetos en contra de la reducción de su rebeldía a movimiento social. La lucha, pues, de la vida contra la abstracción, contra la fetichización. Del hacer como actividad humana en contra de lo hecho.

Y aquí quiero retomar entonces lo que planteaba al principio: la cuestión de triunfos y derrotas. Decía entonces que más que argumentar sobre si el movimiento triunfó o fue derrotado, quizá deberíamos cuestionar esta manera de pensar. Ahora digo que cuando miramos a la lucha como el despliegue cotidiano de nuestras resistencias en contra de la organización capitalista de la vida, en todos los ámbitos de la existencia, y no exclusivamente como las confrontaciones colectivas públicas, las nociones de triunfo y derrota pierden sentido. Lo pierden porque están ligados de manera inextricable a la concepción del movimiento, es decir, a la fetichización de la lucha.

Pues cuando se piensa en triunfos o derrotas, de inmediato se hace referencia a los objetivos explícitos del movimiento, concebido en términos instrumentales. Pero cuando concebimos a la lucha como la expresión del antagonismo constitutivo de la sociedad capitalista, cuando la miramos como el despliegue en marcha de la resistencia a nuestra propia deshumanización, ¿cómo medir o evaluar el resultado de ese proceso que es permanente? ¿Tiene sentido detenerse momentáneamente para decidir si hemos avanzado o no con respecto a un instante de tiempo anterior? ¿Cómo es posible decidir el avance cuando no sabemos con claridad hacia dónde nos dirigimos? Es claro entonces que esta posibilidad de identificar un avance está ligada necesariamente a la noción de un punto de partida y uno de llegada, es decir, de un camino en el cual es posible detenerse y mirar hacia delante y hacia atrás para decidir si nos hemos movido.

En cambio, la lucha como resistencia cotidiana, como rechazo y creación, en palabras de John Holloway, como despliegue de nuestra dignidad, no tiene posibilidad alguna de plantearse si ha habido o no un avance. Por la sencilla razón de que desconocemos no solo el objetivo final sino el camino mismo. Pero eso no nos impide tener esperanza de un mundo distinto al actual. Uno en que cada quien pueda desplegar su propia humanidad. Un mundo en que cada uno de los hombres y las mujeres lo reconozca como su creación. Un mundo sin fetichización. Un mundo donde los hombres y mujeres viven, aman, bailan y ríen, y no un mundo donde el capital crea riqueza o donde los movimientos se comportan como humanos. Un mundo, pues, humano y no de cosas.

Para terminar, solo quiero decir algo sobre el título del libro. En la introducción se lee que el título surgió cuando los participantes en el Laboratorio de Narrativas se dieron cuenta de que el 2006 aún nos dolía. De modo que se trata de curarse el espanto pero no de quitarse el dolor. Porque de eso están hechas nuestras luchas. Porque el día que este mundo deje de dolernos, entonces sí, la esperanza habrá muerto.

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